Lo bello, para Kant, puede ser comprendido y asumido por el individuo a través de la razón y esa aprehensión lleva implícita una sensación de placer. Comprender, hacer propio lo que nos supera pero es mensurable, conlleva una sensación de poder que se convierte en disfrute, uno más intenso que lo bello en sí e inmediato.
Como es lógico encontrándonos en el Siglo de las Luces, asume el pensador la primacía de la razón, enfrentada a los mitos, la religión y el misterio, aunque no cayó del todo en el agnosticismo. Antes Locke buscó un camino para la existencia de Dios, que entendía como lo único seguro, garantía del orden del universo; reconociendo a su vez que si Dios hubiera querido que supiéramos, que entendiéramos los enigmas, hubiera hecho que estos formaran parte de nuestra filosofía y conocimiento natural, sin tener que recurrir para ello a las Sagradas Escrituras. De algún modo, Kant arrastra este pensamiento.
En cuanto a lo sublime, puntualmente empleó el término para referirse a la naturaleza, pero en general no ligó el concepto al paisaje sino a la matemática, al infinito. Entendió que la belleza producía placer y lo sublime, dolor o displacer; en este último caso, nos sentimos anulados en la contemplación: lo inabarcable, una catástrofe o ese infinito matemático nos hacen ser conscientes de nuestras limitaciones.
En la base de La crítica del juicio está el poder llevar la razón a lo bello, para que el juicio de esa belleza no quede sumido en la apreciación, en lo impreciso y en las zonas oscuras de la subjetividad. Para que el placer causado no sea una explosión puramente afectiva, relacionada con nuestras emociones vagas, debe ser sometido a lo racional; el gusto no puede ser un mero juicio subjetivo.
Según Kant, debe ser la razón lo que justifique el que algo bello lo sea para todos y no dependa de criterios personales, aun reconociendo que nunca los caminos del gusto alcanzarán el rol universal de los enunciados de la ciencia. Proporcionó a los artistas, en este sentido, un utillaje conceptual, aunque no desarrollara propiamente una teoría estética: se acercó al arte desde la órbita de un científico, pero ofreció un lenguaje sistemático a partir del que dicha teoría podía elaborarse. Retomaría su estela Schiller, que no fue un filósofo pleno al modo kantiano, sino un poeta y un esteta capaz de convertir el lenguaje abstracto de Kant en emoción vibrante, porque a su capacidad reflexiva se unía la creadora.
Y en este punto es cuando hablamos de la teoría del genio. Kant no compartía la noción de genialidad propia del romanticismo: para él, el arte no debía crear problemas sino ofrecer sencilla placidez. La ciencia -entendía- ya nos ofrece lo necesario para comprender la realidad y la moral ya nos indica el comportamiento correcto, así que a la estética le queda servir para ofrecernos felicidad, no preocupación.
Consideraba que la creación artística había de proporcionar comodidad, descanso de nuestro comportamiento encorsetado ante la sociedad (conforme al imperativo categórico). En esto, Matisse, ese fauve, estaba de acuerdo: deseaba crear un arte que sirviese a todos y en el que todos nos sintiéramos cómodos.
Resumiendo, creía Kant que ante el arte solo se nos pide que nuestras capacidades estén relajadas, aunque activas, y que nos dejemos llevar. Y en la contemplación… solo interesa la forma. Si aceptamos la perfección de la forma y esta nos produce placer, podemos afirmar que nos encontramos ante un objeto bello.